Penélope
- César Ibarra
- 18 dic 2020
- 6 Min. de lectura
Estudiante: Alberto Fernando Cañaveral
Trabajo Creativo: Penélope
Técnica: Cuento

Penélope
Por: Alberto Fernando Cañaveral
Soñó que un hombre abyecto y desalmado escribía sobre ella. Soñó que él escribía sobre su vida y su muerte; soñó que ese hombre adscrito a una época desconocida buscaba en la duda un camino hacia ninguna parte. Cuando despertó, su cuerpo sudoroso la incomodaba. Sobre todo, la pasta de sangre cuajada que yacía en la estera, pues, a su edad, era anormal que una mujer aún menstruara. Esa incomodidad se fraguaba cada mes y, debido a dicha situación, se veía obligada a faltar a su trabajo en un taller de lana. Se dedicaba a teñir y, en época en que la lejía escaseaba, colaboraba con su orina para mermar las adherencias de grasa en las fibras. Pero aquel día, como lo hacía cinco días seguidos cada mes, no fue al taller.
Tenía el nombre Homérico de Penélope. Huérfana a la edad de cinco años, fue acogida en un monasterio donde residía un pequeño grupo de monjas. Allí le enseñaron el arte de teñir, a leer, y fue educada en los conocimientos prácticos de la herbología. Allí mismo, una noche, a los catorce años, fue abordada en su celda por el abad, quien la violó y continuó haciéndolo por varios meses. Ella, por temor a ser reprendida, no dio a conocer dicha situación. Seis meses después de que el abad la violara por primera vez, supo que estaba embarazada. Fue expulsada del monasterio; una de las monjas la llevó al pueblo más cercano donde vivía una prima suya, y a ésta se la encomendó. Voluptuosa y lenguaraz, Lucinda era una mujer entrada en los treinta años (aunque aparentaba sesenta) y estaba empleada en un taller donde aporreaba la lana. Por poseer la fuerza física impropia de una mujer, la apodaban “el yugo”. Pero a pesar de sus formas, Lucinda era una mujer de buen corazón y acogió a Penélope como si fuese una hija.
El parto fue complicado. Gemelos. Niña y niño. Él se llamó Samuel y ella, Ana. Samuel fue arrebatado de los brazos de su madre por orden del abad, y Ana, por la costumbre de ir con su madre al río donde esta se bañaba cada domingo, se fue un lunes sola, se metió al río, y este se la llevó mientras Ana cantaba una canción de cuna que su mamá le cantaba antes de dormir. En la mañana en la que Penélope no fue a trabajar, el taller se incendió; una vela mal puesta había sido el detonante. Días antes, Penélope había discutido con Amiel, su jefe, un judío mangaría y crapuloso, que la acosaba en lo laboral y en lo personal. Ella le había revirado en frente de otros trabajadores en anteriores ocasiones. Una vez sucedido el incendio, Amiel acudió al monasterio en donde su primo, el abad, le habría de conceder un préstamo para la reconstrucción del taller. Ebrios, Amiel y el abad se hicieron confidencias. El primero habló acerca del altercado con Penélope, y el abad, que aún guardaba resentimiento con Penélope (no solo por haber dicho que su estado de embarazo había sido por las incursiones de un gato lascivo a su celda, sino porque Penélope lo había rechazado cuando este quiso ayudarla una vez fuera del monasterio), dijo que era sospechoso que ella se hubiese ausentado aquel día, y que, el hecho de que lo hubiese puesto en boca de los demás trabajadores daba a entender que una amenaza emanaba de su actitud.
Sobre la mesa del Abad había una carta enviada desde Roma en la cual se le hacía saber que pronto habría de llegar al monasterio un Gran Inquisidor. Llegó un lunes triste, en el que los cuervos custodiaban la entrada al monasterio. Uno de los monjes que lo recibió le preguntó por su nombre. “Samuel”, contestó.
Samuel había sido discípulo de Tomas de Torquemada, de quien había copiado la frase “las mujeres son el precario aciago del hombre”. El abad, al ser interrogado por el Gran Inquisidor sobre si tenía indicios o conocimientos de prácticas en contra de la Iglesia, sin dudar, dijo que sí; que sabía de una mujer que cantaba en latín, imagínese Gran Inquisidor, cantar banalidades en la lengua bendita, y que sabía leer en arameo, qué mujer buena conoce la lengua de nuestro Salvador; que entre círculos cercanos a los de ella, había puesto en duda la autoría de Moisés como autor del Pentateuco, y que una vez en el Twenty Horses, en pleno atragantamiento de cervezas, había gritado a voces que el monasterio era comandado por un fantoche, cagalindes, vida-perdurable, zascandil y zurumbático; imagínese Gran Inquisidor, la muy puta lo que dijo.
Que la traigan, gritó el abad asomado por la ventana, rojo de ira y de emoción. A quién, preguntó un monje. A quién va a ser, respondió el abad, a Lilith, y que quién era Lilith, señor Abad, pues Penélope, la que tiñe la vida de negro, malparida ella. Cuando tocaron a su puerta, a la de Penélope, ella estaba leyendo el Corán (la aleya Ayatul Kursi, verso doscientos cincuenta y cinco). En una de las puertas que daban acceso al patio tenía colgada una tela –la que amarraba a su cintura y cruzaba entre la vagina y el ano para parar el desagüe que le tenía la vida cinco días cada mes–aún teñida por la sangre. Esto fue presentado ante el Gran Inquisidor como prueba, de que en efecto, Gran Inquisidor, es una bruja. Una mujer que linda por los caminos de nuestro señor no lee textos infieles, es más, no sabe leer, y menos leer en lengua infiel. Una mujer cobijada por la luz de nuestro Salvador no sangra a la edad infame que tiene la acusada, imagínese, Gran Inquisidor, una mujer dada a nuestra Iglesia no quemaría por artes de la brujería un taller respetable de paños, el cual da de comer a otras familias, imagínese su Magna Figura, y todo esto lo decía el abad mientras caminaba de una pared a otra con las manos puestas atrás y mirando al Gran Inquisidor y a Penélope y al suelo según su inspiración. Ella, Penélope, no escuchaba la perorata del abad. Miraba al Gran Inquisidor. Había algo en él que le era conocido; tanto así, que cuando el Gran Inquisidor le preguntó si tenía algo que decir o rectificar, ésta, Penélope, no musitó nada. Como lo ve Gran Inquisidor, prosiguió el abad, no refuta la noche al día. Que la lleven al Aqueronte (eufemismo que designaba un cuarto).
Allí, en el Aqueronte, la torturaron por cinco días. La pasaron por la rueda, el potro, las uñas de gato, el destrozador de rodillas, la cuna de judas. No gritó, no lloró, no imploró. Ella, Penélope, estaba ausente de la vida desde que Ana se había ahogado.
El día en que el abad la sentenció, Ana estaba más hermosa que nunca. Aún despojada de toda dignidad física, conservaba su altivez de animal sabio, pero su alcurnia de pacotilla decayó cuando un monje enclenque llamo al Gran Inquisidor por su nombre, mi señor Samuel, a vuestra merced, la bruja. Mujer, si es que eres mujer, ¿tienes algo qué decir?, pues tengo conocimiento de que no has presentado ningún signo humano en el Aqueronte. Ella le presentó un mundo desconocido cuando lo bajó de su pedestal al decirle, tú eres mi hijo. Él, con calma, le pidió que aclarase su frase. Ella le contó su historia. Él se levantó de su silla, caminó alrededor de la habitación con sus manos entrelazadas en posición de oración, y le dijo por fin, recede a me Satanas y ella le respondió Satanas sum et sum ego et mater tua. Samuel bramó, ¡bruja, hija de puta, Satanás vocifera por tu boca! ¡Que la quemen!
Antes de abandonar la habitación, empujada por dos monjes, ella chilló: tienes un lunar del tamaño de una moneda en la nalga izquierda y te falta el dedo meñique del pie derecho.
El día que quemaron a Penélope era un aciago domingo; tenue, de vientos cruzados. Tanto, que encender la hoguera fue un suplicio. ¡Cosas de brujas!, gritaron los asistentes a la plaza en el momento en que se encendió la hoguera y Penélope, amarrada, esperaba ser devorada por un albedrío ajeno. Penélope levantó la mirada hacia el monasterio y vio que por una de las ventanas un Gran Inquisidor, de nombre Samuel, se lanzaba al acantilado en donde la incertidumbre de la muerte lo esperaba. Antes de caer en la inconciencia, Penélope musitó: el problema del hombre no es que queme sus verdades; el problema del hombre es que queme sus mentiras.
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